domingo, 9 de agosto de 2009

CAPITULO 2
Rocío le había contado a Martín que los "franchutes" habían cargado contra los civiles en Madrid, y que habían arcabuceado a mucha gente y que se habían apoderado de la capital, y que temía por Manuel, su hermano, que hacía algunos meses había viajado a la capital en busca de fortuna como buen mozo que era. Su última carta era de finales de marzo, les contaba los disturbios que había habido en Aranjuez, y la llegada de los franchutes...desde entonces, nada.
El mundo había enloquecido, pensaba Martín, los ingleses, que hace apenas tres años eran los enemigos de España y habían destruído toda una flota ahora eran aliados, los gabachos, ahora resultaban ser los enemigos, y habían entrado a sangre y fuego en Madrid, el pais tenía ahora dos reyes, Fernando, y el nombrado por Napoleón, su hermano José, en Asturias se había declarado la "guerra al gabacho" y habían llegado las noticias de lo ocurrido en Valdepeñas y cómo los franceses habían saqueado Córdoba...aquél día llegaron por fín noticias de Manuel, un amigo mozo de cuadra, les enviaba una carta breve, pero llena de angustia, Manuel había sido detenido por los gabachos en la madrugada del 3 de mayo, y se lo habían llevado preso, no habían vuelto a saber de él...la carta estaba fechada el 10 de mayo...
No había habido gloria en aquella carga...ni siquiera había sido un acto de guerra, el honor, la gloria, lo sublime si es que algo había de ello en la guerra, no estaba allí, Edmon miraba los cuerpos destrozados, ensangrentados, pero allí no había uniformes, no había formaciones de batalla, sólo había hombres y mujeres, y ancianos, muertos algunos de ellos heridos, una victoria más para el Emperador, ¿victoria? las órdenes de Murat habían sido contundentes, pero allí no había gloria, sólo civiles muertos sus Chasseaur habían "derrotado" al enemigo, aquello había sido muy distinto de Austerlizt...
Caía la tarde sobre aquel maldito día de mayo que se cerraba en Madrid y el Teniente Edmond al frente de su escuadrón de Cazadores a Caballo de la Guardia, recorría ahora pausadamente las calles de la Ciudad. El silencio era sólo roto por el golpe cansino de los cascos de los jacos, y por los gritos apagados que se dejaban oir en la distancia y que retumbaban quedamente entre las paredes de los edificios. Había sangre en el suelo, en las paredes, por todas partes, y restos de lo que había sido el día, que habiendo amanecido húmedo por la lluvia que había caído la noche antes, ahora crepusculaba rojo.























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